Animales liminales urbanos: palomas, marginalidad y filosofía

Las palomas urbanas (Columba livia domestica) representan un caso paradigmático de animales liminales: criaturas que habitan en la frontera entre lo salvaje y lo doméstico, entre la naturaleza y la ciudad. A pesar de compartir nuestros entornos urbanos, suelen ser tratadas con ambivalencia o desprecio, calificadas de “ratas con alas” y consideradas plagas antes que vecinos. Esta percepción marginal contrasta con su íntima relación histórica con los humanos (como mensajeras o símbolo de paz) y plantea interrogantes filosóficos sobre cómo definimos las categorías de humano/animal, cultura/naturaleza o limpio/sucio. En este artículo adoptamos un tono académico para analizar el estatus liminal de las palomas y su tratamiento marginal desde diversas perspectivas filosóficas. Para ello, exploraremos la noción de liminalidad (Victor Turner), la idea de la vida desnuda y la exclusión soberana (Giorgio Agamben), la deconstrucción de la frontera animal/humano (Jacques Derrida) y las visiones poshumanistas de interdependencia (Donna Haraway, entre otros). Examinaremos cómo el estatus de las palomas refleja estructuras de exclusión y jerarquías ontológicas, por qué encarnan la transgresión de ciertos límites conceptuales (naturaleza vs. cultura, animal vs. humano, limpio vs. sucio), y concluiremos con una reflexión ética sobre cómo repensar nuestra relación con estos animales desde una ética del cuidado, la interdependencia y el reconocimiento.

Entre naturaleza y cultura: la paloma como animal liminal

En antropología, lo liminal refiere a un estado intermedio, ambiguo, “en el umbral” (limen, en latín) entre dos posiciones definidas. Victor Turner (1969) describe a los sujetos liminares como aquellos que “no están ni aquí ni allí, sino entre medio”, carentes de estatus definido dentro del orden social establecido (Turner, 1988). Las palomas urbanas encajan literalmente en esta definición: no son completamente animales silvestres (dependen en parte de la ciudad y de restos humanos para alimentarse) pero tampoco son animales domesticados bajo control humano (no viven dentro del hogar ni siguen las normas de las mascotas). Se encuentran en un limbo ontológico entre lo salvaje y lo doméstico, habitando espacios intersticiales de la ciudad – plazas, cornisas, azoteas – en convivencia constante con las personas pero sin pertenecer del todo a la categoría de “animales de compañía”. En términos de Donaldson y Kymlicka (2011), son “animales liminales”, un tipo de denizens o residentes no humanxs de la comunidad política que no se encuadran en la dicotomía tradicional de vida salvaje vs. animales domésticos.

Esta posición entre la naturaleza y la cultura confiere a las palomas un estatus ambiguo que a menudo las hace blanco de ansiedades sociales. La modernidad, como argumenta el sociólogo Colin Jerolmack (2008), ha dibujado una frontera firme entre naturaleza y cultura, asignando a cada elemento su lugar apropiado​. Bajo esta visión, “los animales tienen su lugar, pero se perciben como «fuera de lugar» –y a menudo problemáticos– cuando transgreden espacios designados para la habitación humana” (Jerolmack, 2008, p. 73)​. Las palomas precisamente encarnan esa transgresión espacial: han colonizado la metrópoli humana desdibujando el límite entre lo urbano (cultura) y lo silvestre (naturaleza). De este modo, han llegado a representar “la antítesis de la metrópoli ideal, [la cual] se supone ordenada y saneada, con la naturaleza sometida y compartimentada”, y su presencia se convierte en sinónimo de desorden​

En la imaginario urbano, la paloma “invade” el espacio civilizado, recordando que la distinción entre ciudad y naturaleza nunca es absoluta.

Desde la perspectiva de Turner, las palomas podrían considerarse criaturas liminares permanentes. En los ritos humanos, la liminalidad suele ser temporal (por ejemplo, la adolescencia como tránsito a la adultez); tras el rito, el individuo obtiene un nuevo estatus. Pero las palomas permanecen indefinidamente “betwixt and between”: siempre en el umbral de nuestra sociedad sin ser nunca plenamente aceptadas en ella. Esta liminalidad permanente equivale a una marginalidad estructural (Turner, 1969), lo que explica en parte la incomodidad que generan. Al estar “ni dentro ni fuera” de la esfera humana, desafían nuestros esquemas de clasificación y control: nos obligan a confrontar la porosidad de la frontera humano/animal en el corazón de la ciudad.

Limpieza, suciedad y la construcción del “animal plaga”

El rechazo hacia las palomas urbanas no se entiende solo por su estatus ambiguo, sino también por la carga simbólica negativa asociada a ellas, especialmente bajo las nociones de limpieza y suciedad. En las ciudades modernas higienizadas, las palomas son tildadas de sucias, portadoras de enfermedades y agentes de caos. La frase popular “ratas con alas” resume este sentir: equipara a la paloma con el paradigma de la infestación urbana (la rata) y la sitúa retóricamente en el escalón más bajo de la escala animal urbana. ¿De dónde proviene esta percepción? Una mirada antropológica muestra que lo “sucio” rara vez se refiere a la suciedad literal, sino a una perturbación del orden. Mary Douglas (1966) argumentó que la suciedad es, en esencia, “materia fuera de lugar”: aquello que no encaja en las categorías culturalmente establecidas de orden y pureza. En otras palabras, algo se considera sucio no por sus propiedades intrínsecas, sino porque está donde no debería estar según las convenciones sociales (Douglas, 1991).

Aplicando esta idea, las palomas son percibidas como sucias por estar “fuera de lugar” en el espacio urbano. Su delito no es moral ni realmente higiénico, sino espacial y simbólico. Como señala Jerolmack (2008), aunque se las acusa de representar un riesgo sanitario, la “ofensa” principal de las palomas es “contaminar” los hábitats destinados al uso humano. Su presencia visible en plazas, monumentos y avenidas contradice la imagen de una ciudad pulcra y controlada, generando la reacción de expulsarlas. Paradójicamente, no es que las palomas tengan que ser eliminadas porque sean intrínsecamente sucias; más bien, aparecen como “sucias” precisamente porque se quiere eliminar su presencia de un espacio que se supone exclusivo para los humanos​

La categoría “sucia” es aquí una construcción social que justifica su marginación. En palabras de Douglas (1991), la etiqueta de impureza es un mecanismo para marcar al otro y reafirmar un orden: al declarar a las palomas impuras, la sociedad urbana reafirma la frontera conceptual entre el ámbito humano (limpio, ordenado) y la naturaleza (sucia, caótica).

Las consecuencias prácticas de esta construcción se observan en las políticas y actitudes hacia estos animales. Muchas ciudades mantienen una “guerra permanente” contra las palomas y otros animales liminales: instalaciones de púas en cornisas, redes que cubren estructuras, venenos y campañas de control poblacional, etc. (Jerolmack, 2008; McDuffie, 2020). El paisaje urbano se llena de dispositivos anti-palomas en un afán de purificar el espacio público de su supuesta contaminación. Este afán recuerda a un rito de purificación colectivo: así como en ciertas ceremonias se expulsa simbólicamente la impureza para restaurar el orden, en la ciudad moderna se despliega un esfuerzo sistemático por exorcizar la “suciedad” encarnada por la paloma y restaurar la imagen higiénica de la metrópoli.

No obstante, cabe preguntarse: ¿qué revela esta obsesión por la limpieza? Desde una perspectiva crítica, refleja una ansiedad profunda por mantener separadas las categorías de naturaleza y cultura. La paloma urbana, que no reconoce tal separación y hace su nido en nuestros edificios como si fueran acantilados, pone en crisis la ilusión de control humano sobre el entorno. Su marginalización como plaga sucia oculta el hecho de que son, en realidad, nuestros coprotagonistas ecológicos: consumen nuestros desechos, fertilizan con sus excrementos (antes apreciados como guano valioso) y sirven de alimento a rapaces urbanas. Pero la narrativa dominante reduce todo eso a “suciedad”, legitimando una respuesta de exclusión en lugar de convivencia.

Jerarquías ontológicas y vida marginal: el animal excluido

La condición liminal y la estigmatización de las palomas también pueden entenderse a la luz de las jerarquías ontológicas históricas que sitúan al ser humano por encima de los demás animales. En la tradición filosófica occidental, desde Aristóteles hasta Kant, se ha dibujado una línea estricta entre el humano racional –sujeto de derecho, moral y logos– y el animal, concebido como ser inferior, carente de razón o alma completa, por tanto instrumentalizable. Esta distinción fundamental alimenta lo que Derrida (2006) llamó el “carnofalogocentrismo” de la cultura occidental: un orden simbólico en el que el humano (varón, racional) se erige en centro (logos) y señor de la creación (capaz de dar muerte), mientras que lo animal queda relegado al silencio y la matabilidad. Las palomas, como animales urbanos no queridos, ejemplifican esta posición subalterna en la ontología social: son vidas despojadas de singularidad ante la mirada humana, reducidas a ejemplares intercambiables de “la paloma” (una masa anónima) y privadas de un estatus moral individual.

El filósofo Giorgio Agamben ofrece una herramienta conceptual poderosa para analizar esta exclusión: la noción de nuda vida. Agamben (1998) define la vida desnuda como la vida biológica a la que se le ha negado toda pertenencia o valor político; es la vida que puede ser eliminada impunemente porque queda fuera del ámbito de protección de la ley y de la comunidad. Si bien Agamben aplica este concepto a ciertos seres humanos excluidos (el homo sacer, aquel que podía ser matado sin que ese acto se considerase homicidio en la antigua Roma), numerosos autores han extendido la reflexión a la condición de los animales bajo la soberanía humana (Shukin, 2009; Probyn-Rapsey, 2013). En muchos sentidos, los animales en general –y las palomas urbanas en particular– viven en un “estado de excepción” permanente: quedan fuera de la comunidad moral y jurídica que protege la vida “sagrada” (la vida humana), expuestos a la muerte o maltrato sistemático sin que ello suscite indignación ni castigo legal proporcional. La ciudad traza una línea biopolítica: por un lado, los ciudadanos cuyas vidas son inviolables; por otro, la fauna urbana considerada zoé (vida “meramente” viviente, en términos griegos) y no bios con significado político (Agamben, 2010). Cuando un ayuntamiento ordena la exterminación de palomas para “controlar la plaga”, está ejerciendo sobre ellas un poder soberano de vida o muerte que apenas se cuestiona – un poder que sería impensable aplicar abiertamente sobre cualquier población humana. Así, la paloma se convierte en un homo sacer animal: vida viviente excluida de la protección común, matable pero “indignificable”, sacrificable sin ceremonia. Su marginalidad no es solo ecológica, sino ontológica y jurídica.

Jacques Derrida, en su crítica a la tradición filosófica humanista, explora esta frontera ético-ontológica que deja al animal fuera del reino de la ley y la ética. Observa, por ejemplo, cómo el mandamiento bíblico “No matarás” se ha interpretado históricamente como “no asesinarás a otro humano”, sin incluir a los animales en esa prohibición. Matar a un animal ni siquiera cuenta como matar en sentido pleno (no es un asesinato); es, en la moral tradicional, una muerte sin rostro, fuera del ámbito de la justicia (Derrida, 2013). Esta denegación del asesinato hacia lo animal –que autores como Derrida y Levinas discuten– evidencia una estructura de exclusión: solo el humano es el “otro” cuyo rostro nos impone responsabilidad moral; el animal queda reducido a objeto utilizable o molesto. Derrida (2002) acuña el término l’animot para cuestionar cómo el discurso occidental amalgama en “El Animal” a multitud de seres diferentes, negándoles su singularidad y silenciando sus voces. En el caso de las palomas, esta amalgama las convierte en una masa indistinta (“las palomas” como plaga urbana) despojada de cualquier consideración individual o derecho. El lenguaje mismo contribuye a su marginalización: hablamos de “infestación” o “control de plagas”, términos que cosifican a estos animales y facilitan su trato violento sin culpa.

La jerarquía ontológica implícita es clara: los humanos ocupan la cúspide (únicos poseedores de dignidad y derechos inviolables), debajo están los animales “superiores” más cercanos al humano (mascotas a las que extendemos cierto afecto y protección legal, aunque sea como propiedad), y al fondo están los animales “inferiores” o vermin (bichos, ratas, palomas) considerados casi vida abyecta. Esta gradación, heredera de un antropocentrismo milenario, normaliza que compadezcamos a un perro callejero pero despreciemos a una paloma callejera, pese a que ambos son mamífero y ave sintientes respectivamente. En suma, la marginalidad de la paloma se enraíza en una ontología dualista que opone humano vs. animal, y en la cual el segundo término carece de valor propio. Entender esto nos permite ver que su estatus liminal es menos una curiosidad biológica y más un producto de nuestras estructuras de pensamiento y poder: aquellas que deciden quién merece vivir entre nosotros y quién debe ser expulsado.

Repensar la relación: ética del cuidado, interdependencia y reconocimiento

Frente a este diagnóstico crítico, surge la pregunta: ¿cómo podríamos repensar nuestra relación con las palomas (y otros animales liminales) de un modo más justo y empático? Varias corrientes contemporáneas en filosofía y ética ofrecen caminos para desafiar las jerarquías y exclusiones tradicionales, promoviendo una visión de coexistencia interdependiente y responsabilidad hacia el otro.

Una de estas perspectivas es la ética del cuidado (o ética de la atención), desarrollada desde la filosofía feminista, que enfatiza la empatía, la responsabilidad relacional y la atención a los seres vulnerables. Aplicada a nuestra relación con animales marginalizados, una ética del cuidado nos invita a cambiar la mirada: de ver a las palomas solo como portadoras de suciedad o problemas, a verlas como criaturas vulnerables con necesidades en un entorno que compartimos. Implica reconocer que las palomas sufren hambre, enfermedad y maltrato en la ciudad, y que nuestra indiferencia contribuye a ese sufrimiento. Autoras como Carol Adams y Josephine Donovan han abogado por extender el cuidado compasivo a los animales, rompiendo con la frialdad objetivante del paradigma tradicional (Donovan & Adams, 2007). Cuidar de las palomas no significa romantizar su impacto (es válido gestionar poblaciones de modo no cruel cuando es necesario), sino asumir una responsabilidad ética hacia ellas en tanto vecinos cohabitantes. Por ejemplo, en lugar de envenenarlas, ciudades inspiradas en este enfoque adoptan métodos compasivos de control poblacional (p. ej., programas de pichoneras que permiten reemplazar huevos por falsos, suministro de anticonceptivos aviares, etc.), combinados con educación pública para fomentar la coexistencia (Exposito, 2021). Este cambio práctico refleja un cambio moral: de la exclusión violenta a la atención y cuidado.

Otra línea de pensamiento relevante es la filosofía poshumanista y de interdependencia, representada por autoras como Donna Haraway. Haraway critica el excepcionalismo humano y propone entender a humanos y animales (y otros seres) como parte de una red “naturaleza-cultura” inseparable (Haraway, 2003). En su concepto de “especies compañeras” (companion species), aunque se centra en el vínculo con animales domésticos como los perros, subyace la idea de que todas las especies con las que co-evolucionamos en entornos compartidos son “compañeras” en un sentido amplio: existencias significativas con las cuales nos hacemos juntos en un espacio común (Haraway, 2019, p. 25). Las palomas, que literalmente evolucionaron para adaptarse a entornos humanos (son descendientes de palomas bravías que encontraron en las ciudades un nicho similar a sus acantilados natales​, son parte de nuestra comunidad ecológica urbana. Reconocer la interdependencia implica comprender que la ciudad no es un ecosistema exclusivamente humano: es un hábitat híbrido donde especies como la paloma cumplen funciones ecológicas (por modestas que parezcan) y donde nuestro bienestar a largo plazo está ligado a la salud del entorno que compartimos. Por ejemplo, la presencia de palomas y otras aves puede ser un indicador de la calidad ambiental urbana, y su ausencia o exterminio podría tener efectos en cadena (menos depredadores urbanos, más insectos, etc.). Haraway nos animaría a “vivir con el problema” (staying with the trouble) de cohabitar con otras especies, en lugar de buscar su eliminación para una imposible pureza humana (Haraway, 2016). Esto conlleva cultivar una actitud de curiosidad respetuosa y cohabitación: diseñar ciudades pensando también en los animales liminales, habilitar espacios de refugio (p. ej., palomares urbanos ecológicos que mantengan limpias las áreas a la vez que proveen cuidado a las aves) y aceptar que la alteridad no humana es parte integral de la vida urbana.

Por último, una ética del reconocimiento aplicada a las palomas supondría otorgarles un lugar en nuestro imaginario moral y político. El filósofo Axel Honneth describe el reconocimiento como un requisito para la justicia: solo cuando alguien es reconocido como portador de valor y derechos puede haber una relación no opresiva. Traducido al ámbito interespecie, reconocer a las palomas significaría verlas como fin en sí mismas y no medio. Algunos teóricos políticos han sugerido incluso modelos de ciudadanía animal: Sue Donaldson y Will Kymlicka (2011), por ejemplo, proponen que los animales liminales sean considerados “denizens” de nuestras comunidades, es decir, residentes con ciertos derechos (a no ser dañados gratuitamente, a que su presencia sea respetada) y responsabilidades compartidas. Aunque suene utópico, esta idea fuerza a imaginar un horizonte donde la convivencia reemplaza a la dominación. Reconocer a las palomas implicaría, en la práctica, gestos como: legislar en contra de la crueldad hacia la fauna urbana, promover en la educación ambiental el respeto por todas las formas de vida, y valorar incluso la contribución estética o biográfica de estas aves (¿qué sería de plazas y parques sin la estampa de palomas y gorriones?). Se trata, en resumen, de ampliar nuestra comunidad de consideración moral para incluir a quienes siempre estuvieron allí pero como invisibles o indignos.

Así pues, las palomas urbanas, como animales liminales, nos obligan a confrontar las zonas grises de nuestra relación con la naturaleza y los prejuicios arraigados en nuestras construcciones culturales. Su estatus marginal no es inherente a ellas –aves inteligentes, adaptables y sociables– sino síntoma de nuestras propias tensiones: la necesidad de marcar fronteras entre lo humano y lo no humano, el afán de pureza en nuestros entornos, y la disposición a jerarquizar la vida en digna e indigna. Al analizarlas desde perspectivas filosóficas, vemos emerger patrones: la liminalidad de Turner nos ayuda a entender la incomodidad que nos genera lo ambiguo; la biopolítica de Agamben revela el mecanismo soberano que deja vidas fuera de protección; la crítica de Derrida expone la trampa lingüística y moral que niega al animal un rostro; y las voces como Haraway o la ética del cuidado nos invitan a sanar esa brecha, reconociendo la interdependencia y aprendiendo a cohabitar con respeto.

Repensar nuestra relación con las palomas desde una ética de la atención, la interdependencia y el reconocimiento no es solo un ejercicio teórico, sino un paso hacia ciudades más justas y habitables para todos sus habitantes. Implica valorar la comunidad multispecies que de facto conformamos. Significa pasar de la marginación y el exterminio a la convivencia y el cuidado: de ver en las palomas no una plaga inferior, sino unos compañeros evolutivos con los que compartimos historia y futuro. En última instancia, ampliar nuestro círculo moral para incluir a estos animales liminales puede reflejar y catalizar una transformación más profunda en nuestra cultura: abandonar la postura del dominador separado y asumirnos como parte de la trama de la vida, responsables del bienestar mutuo en el mismo hogar compartido.

Bibliografía

  • Agamben, G. (2010). Homo sacer: El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pre-Textos.
  • Derrida, J. (2013). El animal que luego estoy siguiendo. Madrid: Trotta.
  • Donaldson, S., & Kymlicka, W. (2011). Zoopolis: A Political Theory of Animal Rights. Nueva York: Oxford University Press.
  • Douglas, M. (1991). Pureza y peligro: Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú. Madrid: Siglo XXI. (Obra original publicada en 1966).
  • Haraway, D. (2003). The Companion Species Manifesto: Dogs, People, and Significant Otherness. Chicago: Prickly Paradigm Press.
  • Haraway, D. (2019). Cuando las especies se encuentran: Introducciones. Tabula Rasa, 31, 23-75.
  • Jerolmack, C. (2008). How pigeons became rats: The cultural-spatial logic of problem animals. Social Problems, 55(1), 72-94.
  • Turner, V. (1988). El proceso ritual: Estructura y antiestructura. Madrid: Taurus. (Obra original publicada en 1969).

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